lunes, 6 de agosto de 2012

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Talidomida


Rosa Regás

Escritora.
Rosa Regás
Un día de junio de 1962 me llegó el número 574 de L'Express, un semanario político y social francés de 48 páginas fundado por su director entonces, Jean-Jacques Servan Schreiber, al que mi madre me había suscrito. Era el número del 14 de junio, y en la primera página de aquel formato de sábana de 30x42 cm venía en grandes letras un único título: Faut-il tuer les monstres del que era autor el cineasta Michel Vianey.

Yo estaba muy al final de mi tercer embarazo y para no equivocarme fui al Diccionario de uso del español de María Moliner en busca de una definición correcta: "Monstruo, ser que tiene alguna anormalidad muy notable y fea" y a continuación leí el artículo de toda la página que me dejó horrorizada: en él se daba cuenta de lo ocurrido recientemente en Francia y en otros países en los últimos meses sobre un trágico fenómeno que se había repetido muchas veces, el nacimiento de niños afectados por una anomalía congénita que consistía en la falta de las extremidades, es decir, con las manos surgiendo directamente de los hombros, sin brazos ni antebrazos.

De hecho fue con este artículo que se inició un amplio debate público en Francia sobre el aborto y sobre la posibilidad de llevarlo a cabo una vez finalizados los plazos concedidos por la ley cuando podían asegurarse malformaciones congénitas graves como la que se estaba dando. En Francia el aborto todavía tardó 13 años en ser legalizado -gracias sobre todo al impulso que dio a la ley Simone Weil- primero hasta la décima semana, luego ya en 2001 hasta la duodécima semana del embarazo, realizados todos desde 1982 por la seguridad social francesa.

"La programación de los abortos se realiza, si el límite de 12 semanas lo permite, una semana después de la petición de la mujer embarazada, en caso de estar cercano el límite ese período puede acortarse. Después de la duodécima semana, dos médicos deben certificar que la salud de la mujer está en peligro o hay una alta probabilidad de que el feto sufra una grave enfermedad no curable, de lo contrario, el aborto se considera ilegal. Desde 1994, la ley francesa exige que los centros de diagnóstico multidisciplinario certifiquen que los defectos de nacimiento son lo suficientemente graves como para hacer el aborto después de las 12 semanas".

En los meses siguientes supe que el fármaco responsable del desastre había sido la Talidomida, un fármaco que se recetaba a las embarazadas como tranquilizante y para calmar los vómitos, producido por Chemie Grünenthal, de Alemania. Pero el artículo de L'Express sólo hablaba de que según las investigaciones que se habían llevado a cabo existía una relación entre la malformación del feto y la ingestión del padre o de la madre de un producto farmacéutico que contenía una sustancia llamada, lo recuero muy bien, Softenon, que tomaban las embarazadas como ayuda para conciliar el sueño y tranquilizante.

Yo, que había acabado los exámenes del cuarto curso de Filosofía en la universidad hacía menos de un mes, recordé de pronto que también me habían recetado algo para poder descansar. El sobresalto que me había producido la lectura del artículo y el alcance del desastre sanitario y social, me llevó de un salto al botiquín del cuarto de baño donde todavía encontré el bote mediado del medicamento. Corrí al teléfono y llamé a mi amigo Lluis Prats que además de tener pasión desorbitada por Beethoven era farmacéutico en activo, y le pedí que me dijera si ese medicamento que yo había tomado contenía el producto que había provocado el nacimiento de tantos niños y niñas con malformaciones graves. Y fue que sí.

Me quedaba más o menos un mes y medio para el parto así que no había forma de pensar en un aborto que por otra parte no habría sabido por donde moverme: en aquellos años la cuestión nunca me había preocupado ni a mí ni a las personas de mi conservador entorno, y menos aún se me había ocurrido pensar en él como uno de los ineludibles derechos que debía conseguir la mujer. Intenté tranquilizarme y no pensar en ello ni comentarlo con mi marido ni con nadie, por evitar lo que en mi fuero interno yo esperaba que no sería más que una alarma innecesaria si todo salía bien y totalmente inútil si finalmente la cantidad del medicamente ingerida o el mes o los meses en que lo había tomado hubieran lastimado el feto, pero sobre todo porque no había más solución que esperar.

Sin embargo, mi voluntad no logró desprenderme de la angustia que me atenazaba a todas horas, aunque tal vez para paliarla u olvidarla, a mi subconsciente, ahora que ya no tenía que estudiar, le dio por los trabajos manuales y me puse a hacer un vestido tras otro para Anna, mi hija de seis años, cosa que no había hecho en mi vida.
Cuando llegó el momento fui al parto rogándole al médico que hiciera lo que quisiera pero que no me dejara sufrir, no me veía con ánimos de soportar los dolores del parto en el estado de indefensión y zozobra en el que me encontraba. Al despertar lo único que me interesaba y lo primero que quise saber es cuantos brazos tenía mi niño. "Dos", me dijeron sin comprender por qué hacía esa pregunta tan tonta. Y yo ciega aún de morfina o de lo que fuera que me hubieran dado y de la angustia que tardó muchos meses en desaparecer de la profundidad de mis sueños, me eché a llorar: "Dos brazos" me lamentaba, "solo dos brazos, sólo dos".

Mi hijo David era una preciosidad, con unos ojos azules que todavía hoy me enternecen cuando los miro y un cuerpo de 4 kilos 250 gr que hizo las delicias de las enfermeras y de toda la familia. Su presencia logró trasmutar la memoria de aquel parto que había temido como el mayor de los peligros que se cernía sobre mi vida, pero me ha dejado incólume la conciencia del dolor de tantas mujeres que no tuvieron la suerte que a mí me otorgó el azar en un asunto que los franceses resolvieron hace tanto tiempo y que nosotros, los españoles, teníamos también resuelto pero que hoy, con el pretexto de unos principios morales que ni siquiera pueden afianzarse, como pretende el Ministro, en conocimientos científicos, amenaza con devolvernos a la edad de las cavernas.

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